Siempre me ha gustado Roberto Carlos, el baladista brasileño. En el colegio, en misa, cantábamos la típica de “Amigo” o, peor aún, “Jesucristo, jesucristo, yo estoy aquí”. Luego de salir del colegio, masculino y católico, ingresé a la universidad, espacio abierto de librepensadores, el grunge hizo que Roberto Carlos se ocultara agazapado, en algún lugar del cerebro. De vez en cuando, saltaba con Mi cacharrito, a modo de “ya amaneció, por favor váyanse de mi casa” en las fiestas que armábamos entonces. Muchos años después, frente a una tienda de discos de São Paulo, Roberto Carlos dio un brinco a la consciencia: la tienda, pequeña, dedicaba el 25% de su espacio a Roberto Carlos cantando en portugués, otro 25% a Julio Iglesias cantando en portugués y el 50% al resto. Mi host de aquella ocasión me habría de confesar que su niñez estuvo trazada por Roberto Carlos y Julio Iglesias, casi como la mía. Era, tal vez, el único punto de contacto musical que la américa hispanoparlante tenía con la portuguesa, en la música popular. En todo lo demás, Brasil se me antojaba como un país de otro continente. Anselmo me mostró un par de canciones populares, muy exitosas, que resultaron ser covers de un merengue dominicano de los 90s y de una canción de Fito Páez. Él creía que eran brasileñas; nunca en su vida había oído un merengue. Pero el puente, popular, era Roberto Carlos/Julio Iglesias. Siempre odié a J.I. así que me quedé con R.C.
Para el día de hoy, queridos oyentes, les traigo: “El gato que está triste y azul”: